Salí a
pasear esa noche de domingo por la ciudad de Mendoza con ganas de encontrarme
con sensaciones nuevas, o al menos poder despejar la cabeza antes de que la ya
vieja semana termine y nos invite a sumergirnos en la rutina de la semana
entrante. Caminé derecho por calle San Martín que siempre está tan luminosa y
extravagante, y a ese paso lento que llevaban mis pies decidí entregar la mente
plena a la fresca nocturna. Con la calma
de la brisa se podía oír resonar el acento de turistas en las hojas de esos plátanos prematuramente brotados, se podía percibir cómo rebotaban en las paredes
de los altos edificios el murmullo de la gente conversando y sonriendo jocosa
en los bares que adornan la urbe. Ésta es un área de la avenida donde converge
el glamur, la congoja financiera, el paseo relajado de los gringos, jóvenes
mendigando en las mesas, medios de comunicación al por mayor, tribus urbanas,
autos salvajes tocando bocina, y una cámara tendida desde los postes de luz que
nos mira muy atenta como buscando algo de nosotros para hacernos famosos en
algún noticiero o en algún baile frívolo quizá.
Seguí caminando y raramente no había tanta gente deambulando en las veredas, aunque en
realidad es lógico que un domingo a las once de la noche le den un respiro, al
menos por un rato, a las baldosas de este suelo. Cuando tomé la decisión de
acelerar un poco el paso, se desprendió del bolsillo de mi gastado jean una
lapicera que había guardado evidentemente mal hacía unos instantes, luego de
intentos fallidos de escribir un poema en una servilleta que también llevaba en
el bolsillo. Me agaché a buscarla y sentí una energía rara que subió desde la punta
de mis pies hasta el extremo superior del parietal, pensé que se me había
bajado la presión, me preocupé un poco por mi salud, pero en una milésima de
segundos mis ojos comenzaron a ver un mar de ciudades superpuestas en esta
misma ciudad, tantas que escaparían a las letras de este escrito para
contarles. Levanté mi vista en un ángulo de cuarenta y cinco grados hacia el
oeste, y en uno de esos agradables bancos que te podes cruzar si pasas
cualquier día por estas calles, me encontré con un joven (o no tan joven) con
anteojos y barba exuberante que me miró con cara muy amigable y con ganas de
conversar. Si siguiéramos las costumbres que los diarios y la tele nos inculcan
yo debería haber apurado nuevamente mi paso y huir asustado, la noche funda
diablos en los corazones nos dicen. Pero yo no accedí a la propaganda, me
acerqué y nos saludamos como si nos conociéramos, había algo de familiar en esa
sonrisa, la claridad de sus ojos me hermanaban en algún sentimiento que sólo la
inmensidad de nuestras historias nos podría contar si hablaran por sí solas. Me
senté junto a él y comenzamos a hablar con suma libertad, las palabras se
enredaron entre el movimiento de su boca y mi boca con una complicidad ilógica,
no nos preguntamos los nombres, no hacía falta, él conocía de mi vida y yo
conocía de la suya. Éramos amigos de otro tiempo lejano, charlamos del parral
de nuestras vidas cosechadas, de nuestras luchas afrontadas en los barrios de
la provincia o en las calles de París; de los amores lejanos y cercanos; de los
besos estrechados en los vagones de los trenes a las musas de los aires; de los
partidos de fútbol jugados en el estadio Azteca, en la Bombonera o en el Parque
O´Higgins; de los poemas escritos bajo la noche estrellada o en los asientos de
los micros; de las noches de jazz disfrutados entre humo y copa en los bares. Y
así pudimos estar un largo rato, pero sentimos el cuerpo cansado de esa
posición de estar sentados y salimos a caminar con dirección hacia el norte. Atravesamos
San Martín y Peatonal y de repente oímos bombos sonando, sobre los adoquines vimos
banderas flamearse y gente efervescente gritando y buscando hacerse escuchar;
hallamos docentes reclamando por sus salarios dignos; mujeres reivindicando sus
derechos pisoteados por el machismo; vecinos unidos defendiendo el agua contra
las multinacionales; personas mayores añorando por una jubilación digna;
jóvenes festejando el campeonato de Boca, River, Godoy Cruz, la Lepra,
Argentina campeón del mundo; madres entre miedo y dolor reclamando por sus
hijos perdidos; cuadras enteras recordando a los treinta mil desparecidos
¡presentes!(se escuchaba en un grito unísono).
Decidimos
meternos entre esa imponente energía que nos llamaba, y saltamos, gritamos,
lloramos como hacía tiempo no lo hacíamos; tantas épocas, tantos colores, tanta
diversidad conglomeradas nos llenó de alegría. En un instante se me ocurrió
mirar la cabina de policía y encontré que habían dos gigantes pantallas
reproduciendo las imágenes que tomaba
esa cámara que estaba sobre nosotros observándonos; y
en ellas no vi nada de lo que yo veía o creía ver, sólo mostraba a un hombre
solitario, que vendría a ser yo, mirando hacia la intercepción de las calles.
Me quedé por un momento pensativo, pero al instante me tocaron la espalda y
advertí que era mi amigo nocturno que mostraba ciertos signos de agotamiento y
parecía que tenía un poco de sed. Continuamos por la peatonal hacia el oeste tras
un vaso de agua y el silencio había cobrado protagonismo, en ese preciso
instante la fresca brisa primaveral nos alcanzó una melodía que nos pareció oírla desde un
lugar no muy lejano; la seguimos como quien busca desesperado un pedazo de pan.
Cruzando calle 9 de Julio nos encontramos en una de las glorietas cercana al
verde palo borracho de la peatonal, a la figura de Mercedes Sosa reposada con su voz de libertad
dando “Gracias a la Vida”, y a su lado estaba un señor bohemio llamado Armando Tejada Gómez,
dicen que andaban estrenando el nuevo cancionero latinoamericano y querían
regalarlo humildemente a las calles mendocinas. Las voces retumbaban por las
acequias, le abrían paso a la tan deseada lluvia que se había hecho ausente
hacía ya varios meses; miramos sus rostros y parecían volar junto al impulso de
su vocalización, la lluvia hacía más hermosa esa sin igual escena de la
historia mendocina. Entre tanto placer vomitado frente a nuestros ojos, nos
distrajo el sonido de una armónica y una guitarra que sonaban acoplándose
a la entonces mojada brisa. Acordes armoniosos acaecían desde las
inmediaciones de calle España, observamos la intercepción de la esquina sur y
allí aparecieron dos personalidades agradables, eran León Gieco y el flaco
Spinetta que se sumaban y le daban un poco de rock a la tonada cuyana. En un instante logré abstraerme de esa alucinógena encrucijada musical, y recordé
que mi amigo me había dicho hace un rato
que tenía sed, lo observé y le pregunté si seguía teniendo los mismos deseos y
me dijo que la lluvia lo había calmado un poco. Pero los juegos de la memoria
tardía me hicieron recordar que en la mochila que llevaba en mi espalda tenía a
cuestas un amargo y amiguero mate, y sin emitir dudas decidí armarlo con mi
paciencia artesanal. Así disfrutamos entre mate y mate del “Canción con todos”,
“El anillo del capitán Beto”, “Canción para un niño en la calle” y “Hombres de
Hierro” con una mixtura musical inédita, ellos estaban extasiados por ese
encuentro que nunca habían podido concretar.
Al cabo de unos diez minutos los personajes comenzaron a esfumarse uno a
uno de la escena, sus imágenes se
degradaban en la atmósfera sin dejarnos
un hasta luego, pero su música seguía sonando en nuestros saciados oídos
invitándonos a continuar el paso. Abandonamos la escena y camino hacia la Plaza
Independencia mirábamos hacia los costados y aparecían niños repiqueteando y
bailando con tambores que dilucidaban un caluroso aire carnavalesco; en los
bancos se podía ver a parejas sentadas abrazándose y sellando en un beso efervescentes
historias de amor; de lo pandito de las acequias aparecían artistas callejeros
ganándose la vida con sus malabares y obsequiando una sonrisa a los peatones.
Llegando a calle Patricias Mendocinas pasamos por la puerta de la Legislatura y
encontramos a Diputados conversando con la gente, vestidos como un ciudadano
más, discutiendo y escuchando las demandas, luchando por su pueblo. De todo lo
que estaba viendo fue lo que más extrañeza me causó, al punto de creer que lo estaba
soñando todo. Seguimos con dirección hacia el oeste, entramos a la plaza y en
uno de los bancos ubicados en los laterales del pasillo vimos a un señor calvo
que dibujaba muy entretenido en sus anotadores, lo observamos con detenimiento
y advertimos que era el mismísimo Quino que andaba de paseo por su antigua
tierra. Nos hicimos los distraídos y chusmeamos de refilón algunas de sus
amarillentas hojas; él nos advirtió dándose cuenta de nuestra curiosidad y sin emitir
ninguna palabra nos enseñó amablemente su nueva creación: era una viñeta de
Mafalda reflexionando sobre el mundo en el que vivimos y preguntando
inocentemente a su madre por qué la ONU dejaba morir tantas personas en Franja
de Gaza. Le devolvimos su gesto convidándole un mate, no nos dijimos ni una
palabra ya que no queríamos quitarle su estado de concentración, así que continuamos
recorriendo la explanada de la plaza que lucía maravillosa. Esa noche
extrañamente no había personas tristes durmiendo en los rincones, la fuente
estaba brillante y disparaba agua con mucha fuerza para todos lados, a esa hora
el rocío parecía intransigente ya que la lluvia seguía cayendo en cantidades.
Decidimos tirarnos junto a un árbol y comenzamos a habla de las miradas, de lo
grandioso de las miradas. De lo fantástico que es poder ver más allá de lo que
vemos o creemos ver; de que cada instante puede ser varios instantes si lo
aprendemos a ver; de lo bella que es esta ciudad vista con estos ojos. Nos
preguntamos cómo la verán esas personas que van pasando por las esquinas o
aquellos otros transeúntes que día a día
corren casi como máquinas a cumplir con su trabajo. Él sacó una hoja y me leyó
un poema, sus recientes versos, era un gran escritor aunque afirmaba que no le
gustaban sus poemas, pero esa noche quiso compartirlo conmigo por el
mismísimo poder de la espontaneidad. Las palabras empezaron a bailar un tango
arrabalero, los versos se formaban dibujando firuletes en el suelo, las
estrofas movían sus piernas seductoras y se entrecruzaban hasta formar un párrafo
con ritmos de bandoneón. Fue tal su
alegoría que la dicción de los vocablos atravesaron nuestras mentes y corazones;
y en algún lugar del tiempo pasado o por conocer nos encontrábamos ambos con esos brazos
extraviados del amor, y corríamos por algún mar derrochando nuestras poesías y
copas de Malbec volcadas en las sonrisas. Sentimos que las miradas de la ciudad
se alineaban, que vencían al miedo y salían de sus casas enrejadas, de sus
rutas sesgadas del trabajo, del mostrador de sus negocios; y concurrían a la
plaza a escuchar nuestras palabras, a mirarse a los ojos con su ahora compadre
o comadre, a entender la mirada del mundo vista desde otra óptica. Y se daban
cuenta que todos los mundos eran posibles, que los ladrones no son ladrones,
que las verdades no son absolutas, que los límites reducen las cabezas y la
indiferencia quema la piel, de que siempre hay algo nuevo por conocer.
Yo
ebrio de alegría seguía escuchando y mirando, escuchando y mirando… soñando. Y
ahora entre tantas miradas hermanadas que giran por mi cabeza creo que estoy
listo para dormirme en el césped y dejar el velo abierto para soñar con esa
poesía inconclusa de la servilleta de papel, mientras mi amigo custodia la
puerta de abandono de este estado de vigilia.
Setiembre de 2014
T!nCh0
Fotos: Pablo Martinez