Geografía en la calle

Geografía en la calle
"Porque allí van las personas del sueño a la poesía" Silvio Rodriguez

viernes, 5 de septiembre de 2014

Caminata nocturna de domingo mendocino


                Salí a pasear esa noche de domingo por la ciudad de Mendoza con ganas de encontrarme con sensaciones nuevas, o al menos poder despejar la cabeza antes de que la ya vieja semana termine y nos invite a sumergirnos en la rutina de la semana entrante. Caminé derecho por calle San Martín que siempre está tan luminosa y extravagante, y a ese paso lento que llevaban mis pies decidí entregar la mente plena a la fresca nocturna.  Con la calma de la brisa se podía oír resonar el acento de turistas en las hojas de esos plátanos prematuramente brotados, se podía percibir cómo rebotaban en las paredes de los altos edificios el murmullo de la gente conversando y sonriendo jocosa en los bares que adornan la urbe. Ésta es un área de la avenida donde converge el glamur, la congoja financiera, el paseo relajado de los gringos, jóvenes mendigando en las mesas, medios de comunicación al por mayor, tribus urbanas, autos salvajes tocando bocina, y una cámara tendida desde los postes de luz que nos mira muy atenta como buscando algo de nosotros para hacernos famosos en algún noticiero o en algún baile frívolo quizá.

                Seguí caminando y raramente no había tanta gente deambulando en las veredas, aunque en realidad es lógico que un domingo a las once de la noche le den un respiro, al menos por un rato, a las baldosas de este suelo. Cuando tomé la decisión de acelerar un poco el paso, se desprendió del bolsillo de mi gastado jean una lapicera que había guardado evidentemente mal hacía unos instantes, luego de intentos fallidos de escribir un poema en una servilleta que también llevaba en el bolsillo. Me agaché a buscarla y sentí una energía rara que subió desde la punta de mis pies hasta el extremo superior del parietal, pensé que se me había bajado la presión, me preocupé un poco por mi salud, pero en una milésima de segundos mis ojos comenzaron a ver un mar de ciudades superpuestas en esta misma ciudad, tantas que escaparían a las letras de este escrito para contarles. Levanté mi vista en un ángulo de cuarenta y cinco grados hacia el oeste, y en uno de esos agradables bancos que te podes cruzar si pasas cualquier día por estas calles, me encontré con un joven (o no tan joven) con anteojos y barba exuberante que me miró con cara muy amigable y con ganas de conversar. Si siguiéramos las costumbres que los diarios y la tele nos inculcan yo debería haber apurado nuevamente mi paso y huir asustado, la noche funda diablos en los corazones nos dicen. Pero yo no accedí a la propaganda, me acerqué y nos saludamos como si nos conociéramos, había algo de familiar en esa sonrisa, la claridad de sus ojos me hermanaban en algún sentimiento que sólo la inmensidad de nuestras historias nos podría contar si hablaran por sí solas. Me senté junto a él y comenzamos a hablar con suma libertad, las palabras se enredaron entre el movimiento de su boca y mi boca con una complicidad ilógica, no nos preguntamos los nombres, no hacía falta, él conocía de mi vida y yo conocía de la suya. Éramos amigos de otro tiempo lejano, charlamos del parral de nuestras vidas cosechadas, de nuestras luchas afrontadas en los barrios de la provincia o en las calles de París; de los amores lejanos y cercanos; de los besos estrechados en los vagones de los trenes a las musas de los aires; de los partidos de fútbol jugados en el estadio Azteca, en la Bombonera o en el Parque O´Higgins; de los poemas escritos bajo la noche estrellada o en los asientos de los micros; de las noches de jazz disfrutados entre humo y copa en los bares. Y así pudimos estar un largo rato, pero sentimos el cuerpo cansado de esa posición de estar sentados y salimos a caminar con dirección hacia el norte. Atravesamos San Martín y Peatonal y de repente oímos bombos sonando, sobre los adoquines vimos banderas flamearse y gente efervescente gritando y buscando hacerse escuchar; hallamos docentes reclamando por sus salarios dignos; mujeres reivindicando sus derechos pisoteados por el machismo; vecinos unidos defendiendo el agua contra las multinacionales; personas mayores añorando por una jubilación digna; jóvenes festejando el campeonato de Boca, River, Godoy Cruz, la Lepra, Argentina campeón del mundo; madres entre miedo y dolor reclamando por sus hijos perdidos; cuadras enteras recordando a los treinta mil desparecidos ¡presentes!(se escuchaba en un grito unísono).

                Decidimos meternos entre esa imponente energía que nos llamaba, y saltamos, gritamos, lloramos como hacía tiempo no lo hacíamos; tantas épocas, tantos colores, tanta diversidad conglomeradas nos llenó de alegría. En un instante se me ocurrió mirar la cabina de policía y encontré que habían dos gigantes pantallas reproduciendo  las imágenes que tomaba esa cámara que estaba sobre nosotros observándonos; y en ellas no vi nada de lo que yo veía o creía ver, sólo mostraba a un hombre solitario, que vendría a ser yo, mirando hacia la intercepción de las calles. Me quedé por un momento pensativo, pero al instante me tocaron la espalda y advertí que era mi amigo nocturno que mostraba ciertos signos de agotamiento y parecía que tenía un poco de sed. Continuamos por la peatonal hacia el oeste tras un vaso de agua y el silencio había cobrado protagonismo, en ese preciso instante la fresca brisa primaveral nos alcanzó  una melodía que nos pareció oírla desde un lugar no muy lejano; la seguimos como quien busca desesperado un pedazo de pan. Cruzando calle 9 de Julio nos encontramos en una de las glorietas cercana al verde palo borracho de la peatonal, a la figura de  Mercedes Sosa reposada con su voz de libertad dando “Gracias a la Vida”, y a su lado estaba  un señor bohemio llamado Armando Tejada Gómez, dicen que andaban estrenando el nuevo cancionero latinoamericano y querían regalarlo humildemente a las calles mendocinas. Las voces retumbaban por las acequias, le abrían paso a la tan deseada lluvia que se había hecho ausente hacía ya varios meses; miramos sus rostros y parecían volar junto al impulso de su vocalización, la lluvia hacía más hermosa esa sin igual escena de la historia mendocina. Entre tanto placer vomitado frente a nuestros ojos, nos distrajo el sonido de una armónica y una guitarra que sonaban  acoplándose  a la entonces mojada brisa. Acordes armoniosos acaecían desde las inmediaciones de calle España, observamos la intercepción de la esquina sur y allí aparecieron dos personalidades agradables, eran León Gieco y el flaco Spinetta que se sumaban y le daban un poco de rock a la tonada cuyana.  En un instante logré abstraerme de esa  alucinógena encrucijada musical, y recordé que mi amigo  me había dicho hace un rato que tenía sed, lo observé y le pregunté si seguía teniendo los mismos deseos y me dijo que la lluvia lo había calmado un poco. Pero los juegos de la memoria tardía me hicieron recordar que en la mochila que llevaba en mi espalda tenía a cuestas un amargo y amiguero mate, y sin emitir dudas decidí armarlo con mi paciencia artesanal. Así disfrutamos entre mate y mate del “Canción con todos”, “El anillo del capitán Beto”, “Canción para un niño en la calle” y “Hombres de Hierro” con una mixtura musical inédita, ellos estaban extasiados por ese encuentro que nunca habían podido concretar.  Al cabo de unos diez minutos los personajes comenzaron a esfumarse uno a uno de la escena,  sus imágenes se degradaban en  la atmósfera sin dejarnos un hasta luego, pero su música seguía sonando en nuestros saciados oídos invitándonos a continuar el paso. Abandonamos la escena y camino hacia la Plaza Independencia mirábamos hacia los costados y aparecían niños repiqueteando y bailando con tambores que dilucidaban un caluroso aire carnavalesco; en los bancos se podía ver a parejas sentadas abrazándose y sellando en un beso efervescentes historias de amor; de lo pandito de las acequias aparecían artistas callejeros ganándose la vida con sus malabares y obsequiando una sonrisa a los peatones. Llegando a calle Patricias Mendocinas pasamos por la puerta de la Legislatura y encontramos a Diputados conversando con la gente, vestidos como un ciudadano más, discutiendo y escuchando las demandas, luchando por su pueblo. De todo lo que estaba viendo fue lo que más extrañeza me causó, al punto de creer que lo estaba soñando todo. Seguimos con dirección hacia el oeste, entramos a la plaza y en uno de los bancos ubicados en los laterales del pasillo vimos a un señor calvo que dibujaba muy entretenido en sus anotadores, lo observamos con detenimiento y advertimos que era el mismísimo Quino que andaba de paseo por su antigua tierra. Nos hicimos los distraídos y chusmeamos de refilón algunas de sus amarillentas hojas; él nos advirtió dándose cuenta de nuestra curiosidad y sin emitir ninguna palabra nos enseñó amablemente su nueva creación: era una viñeta de Mafalda reflexionando sobre el mundo en el que vivimos y preguntando inocentemente a su madre por qué la ONU dejaba morir tantas personas en Franja de Gaza. Le devolvimos su gesto convidándole un mate, no nos dijimos ni una palabra ya que no queríamos quitarle su estado de concentración, así que continuamos recorriendo la explanada de la plaza que lucía maravillosa. Esa noche extrañamente no había personas tristes durmiendo en los rincones, la fuente estaba brillante y disparaba agua con mucha fuerza para todos lados, a esa hora el rocío parecía intransigente ya que la lluvia seguía cayendo en cantidades. Decidimos tirarnos junto a un árbol y comenzamos a habla de las miradas, de lo grandioso de las miradas. De lo fantástico que es poder ver más allá de lo que vemos o creemos ver; de que cada instante puede ser varios instantes si lo aprendemos a ver; de lo bella que es esta ciudad vista con estos ojos. Nos preguntamos cómo la verán esas personas que van pasando por las esquinas o aquellos otros transeúntes  que día a día corren casi como máquinas a cumplir con su trabajo. Él sacó una hoja y me leyó un poema, sus recientes versos, era un gran escritor aunque afirmaba que no le gustaban sus poemas,  pero  esa noche quiso compartirlo conmigo por el mismísimo poder de la espontaneidad. Las palabras empezaron a bailar un tango arrabalero, los versos se formaban dibujando firuletes en el suelo, las estrofas movían sus piernas seductoras y se entrecruzaban hasta formar un párrafo con ritmos de bandoneón.  Fue tal su alegoría que la dicción de los vocablos atravesaron nuestras mentes y corazones; y en algún lugar del tiempo pasado o por conocer  nos encontrábamos ambos con esos brazos extraviados del amor, y corríamos por algún mar derrochando nuestras poesías y copas de Malbec volcadas en las sonrisas. Sentimos que las miradas de la ciudad se alineaban, que vencían al miedo y salían de sus casas enrejadas, de sus rutas sesgadas del trabajo, del mostrador de sus negocios; y concurrían a la plaza a escuchar nuestras palabras, a mirarse a los ojos con su ahora compadre o comadre, a entender la mirada del mundo vista desde otra óptica. Y se daban cuenta que todos los mundos eran posibles, que los ladrones no son ladrones, que las verdades no son absolutas, que los límites reducen las cabezas y la indiferencia quema la piel, de que siempre hay algo nuevo por conocer.

                Yo ebrio de alegría seguía escuchando y mirando, escuchando y mirando… soñando. Y ahora entre tantas miradas hermanadas que giran por mi cabeza creo que estoy listo para dormirme en el césped y dejar el velo abierto para soñar con esa poesía inconclusa de la servilleta de papel, mientras mi amigo custodia la puerta de abandono de este estado de vigilia.
Setiembre de 2014


T!nCh0

Fotos: Pablo Martinez

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