Geografía en la calle

Geografía en la calle
"Porque allí van las personas del sueño a la poesía" Silvio Rodriguez

lunes, 18 de noviembre de 2013

Del caminar, del amor y de la felicidad

Caminando sobre un hilo

Camina prendido de un hilo
asumiendo los riesgos del fracaso

Avanza degollando los miedos
de encontrar sus yo enemistados

Transita burlando penas
mutando de dolor a movimiento

Se traslada sintiendo la estabilidad
que desde lo profundo viene asomando
 
Va pedaleando el tiempo
mientras las cobras lo impulsan hacia abajo

Sólo mira el confín más cercano
y al delirio le concede el más lejano

Se suelta del último sostén
y se lanza al azar del equilibrio

Se ríe de sus tristezas
y desgarra en gritos los silencios

Trasgrede todas las estructuras
y se fuma su propia locura

Va creyendo ser más libre
o tal vez un poco menos mundano

¿Acaso eso es la felicidad?


La no-felicidad y la estupefacción del “amor”
Tenías razón, eso que alguna vez llamamos felicidad no existe ni nunca existió. Porque en verdad aquello que vivimos cuando creímos sentir nuestro pecho hinchado por el otro, no era más que un simulacro de lo que el común de la gente denomina felicidad. ¿Hinchados de qué? De tus egos, de mis egos, de esa aura que veíamos el uno en el otro capaz de sacarnos una sonrisa de una realidad que poco se asemejaba a la realidad, ya que a ciencia exacta puedo contar con los dedos de las manos las veces que nuestros tactos entraron en contacto. Sí, claro que sentíamos que por más esporádico que fuera esa prematura contracción del tiempo y del espacio en el que nuestras esencias se entrecruzaban bastaba para alimentar el aura que rozaba la idealización; pero no era más que un mutuo estado de embobamiento, de querer llenar nuestro vacío, nuestra soledad, colmar ese saber en-falta que el psicoanálisis define cuando habla del sexo; toda ese déficit podía atiborrarse mediante un puñado de cosas que tenías vos que me gustaban y quizá en mi escaseaban, y viceversa; aquello era mezcla de deseo, posesión y obsesión. Bueno y para las cosas que no nos gustaban existía un par de palabras mágicas que con recurrencia son usadas como guías en cualquier relación de a pares: ceder y construir. Ceder aquello que  me sobra o no cuaja con el estereotipo que los ojos del otro  quieren ver y someterse al posible cambio, para animarse a transitar la alocada desventura de construir con alguien que  poco tiene que ver conmigo ni mi historia, sólo esas ganas de creer en que es posible una construcción de algo sin forma y sin nombre pero cargado de sentimientos. ¿Acaso eso es el amor? Un estado transitorio pero continuo de estupefacción en donde no hacemos más que sentirnos poderosos e invencibles, siendo capaz de cometer la locura más alocada entre las locuras a costa de un deseo o una obsesión o una posesión, sin otorgarnos un pequeño margen a premeditar las consecuencias que la magnitud del acto conlleva.
Pero como bien decís vos todo es transitorio, o acaso uno no sabe que lo escupen al mundo desde el útero de la madre y nos echan a andar por el corto o medianamente largo recorrido al que nosotros mismos apodamos vida, para encontrarnos con más o menos gloria, según el caso, con la inminente muerte. Es un transito que  al avanzar va dejando marcas por los caminos que raspa a su andar, pero no es un boomerang que vuelve al mismísimo lugar desde donde partió, o mejor dicho puede volver a ese inicio pero con otras formas ya que el acotado tiempo que transitó ya formó parte de su pasado y decantó en su movimiento algún cambio. Así todo pasa y para quien lo prefiere entender desde la óptica de la termodinámica, seguro eso no se estará perdiendo, simplemente se está transformando en algo nuevo. El problema está en el grado de estupefacción al que uno logra llegar ante el otro y cuánto deja de ser uno mismo para creer que es dos, mientras el orgullo del yo se pierde en esa mezcla inconclusa y peligrosa, en donde se somete a una jugosa disputa de poderes del ceder y no ceder, de construir o destruir. Y es en la mezcla donde las diferencias afloran como manchas en la piel, y ambos se dan cuenta que el aura era simplemente un destello de los ojos de la persona amada, una puerta de entrada al mundo real de la pareja en donde se intentará que no existan dominantes ni dominados, sino parejas lo más parejas posibles. Puerta que se abrirá para quien quiera seguir, quizá los encuentre ingresando de la mano con las mismas ganas o quizá alguno/a entre en duda y se escape sin dar muchas explicaciones antes de ingresar. Hay que tener cuidado porque el hilo del que prende una pareja es tan finito que al que lo encuentre más desprevenido probablemente lo pondrá frente a una des-pareja y lo desmantelará más de la cuenta. Así ambos volverán a creer que todo es transitorio, y se estará replanteando si esa felicidad por la que se desvivían hasta hace poco tiempo realmente existe o alguna vez existió.
En fin, la felicidad, aquello que nos hicieron creer desde niños con castillos de Disney, es una fábula, una falta y también un resto. Cuántos filósofos y poetas peleándose por definirla sin darse cuenta que era eso que pasaba lejos de los libros, por el lado externo de su ventana. Porque ella como tal no existe, sólo existe  un camino para andar que es habitado por esa máquina de sentimientos que dice ser el hombre, queriendo fabricar cada tanto una satisfacción que de color a sus días y lo aleje del temor a la muerte.






T!nCh0


18/11/2013  
Fotos: Claudia Serrano

domingo, 17 de noviembre de 2013

Río gris

Me encontré confiscado frente a vos
 tu inmensidad me dejó disminuido,
desde el entrecejo advino el mareo
del movimiento emergió el miedo,
encerré las sonrisas en una botella
y la lancé buscando la otra orilla


El día se volvió gris
una gaviota se atascó en mi garganta,
los ojos se empañaron con arena,
lloré con tu agua amarronada,
 la costa sedimentó el habla,
no hallé tus brazos del consuelo

Y ya no entendí lo que veía
no sé si eras un río o un mar,
no sé si miraba la margen argentina
o a las dunas del  Uruguay,
no sé lo que buscaba tras el horizonte
mucho menos lo que sentía tras mis pupilas

Al diablo se fueron las certezas
rugieron los juncos el desmedro
la hojarasca se clavó entre mis dedos
los barcos no encontraron el puerto
 y en el reflejo del crepúsculo invernal
se esgrimió la inminencia del exilio


T!nCh0
17/11/2013
Fotos: Claudia Serrano

domingo, 10 de noviembre de 2013

El laberinto del jacarandá









Comencé a caminar tranquilo como todo aquel que camina por las calles de su barrio y siente un rugir de familiaridad, de cotidianidad en su pecho, así como quien cree estar ejerciendo su territorialidad barrial. Pero quise escapar a la mirada repetida y consuetudinaria en la que solemos caer cuando transitamos con frecuencia un determinado espacio. Decidí gambetear a esa malacostumbrada  percepción, esa que de tanto dejar que las mismas imágenes  ingresen  por los sensores de la retina, las terminamos asimilamos y las comenzamos a percibir como redundantes, paso previo a que  los síntomas del aburrimiento se apropien de nosotros, sin permitir que se filtre un 
tímido resplandor que autorice hallar algo nuevo en estas formas que se presentan enfrente nuestro día a día. Así fue que opté por seguir los consejos de mi padre de no andar caminando con la cabeza agacha y la postura encorvada, enderecé mi torso y levanté la mirada tratando de encontrar algo entre las hileras de estos árboles que embellecen la ciudad, pero con el respeto necesario que merecen las acequias  mendocinas para no terminar encontrándose uno mismo en el  interior de sus panditas profundidades, con la cabeza rota por culpa de un paso poco afortunado. Todavía no sé si fue un guiño del camino o el mismísimo significado de aquel consejo, pero en el preciso momento en el que me  crucé con una inverosímil figura arborescente de unos veinte metros de alto y con numerosas ramificaciones que con su delgadez se abrían como buscando cantos deambulando por los aires, me  quedé encerrado en un laberinto de jacarandás.  Y ya no recordé el sentido de mi viaje, no sabía si iba al supermercado chino de a la vuelta de mi casa a comprar el paquete de yerba necesario para el también cotidiano matecito merendero, o si en verdad me dirigía hacia donde el azar del gualanday me quería llevar. Me sentí abstraído en otra realidad, la otredad de este ser  tan inmóvil que me observaba con su copa poco densa y su semejanza a un cono invertido me atrapó sin tener  derecho a réplicas. Creí ser parte de esa corteza astringente distrayendo a algún transeúnte idealista con la mirada flechada, me vi haciendo malabares con las hojas, tratando de conquistarlo con el suave aroma primaveral que emergía desde lo profundo del ser. Ese cruce de miradas entre yo y esta especie caducifolia fue como un flechazo al inconsciente, y de ahí en más entendí que era el punto de partida de un juego en el que no existían reglas, sólo debía seguir las señales coloridas de los jacarandás dispuestos alternadamente con moreras híbridas a lo largo de las veredas de San José.  Me dirigí hacia el norte buscando toparme con otro con semejantes características, así fue que a media cuadra del árbol número uno descubrí el número dos con un porte mucho más pequeño que aquél y posado en una tranquila esquina. Del dos pasé al tres que asomaba su cabeza tímidamente desde el interior de una casa y quise invadir esa propiedad privada por el sólo hecho de abrazarlo, pero me di cuenta que a unos pocos pasos hacia el norte me esperaba al joven cuatro, por lo que deserté de mi acto de rebeldía y seguí las riendas hacia el próximo nivel. Andaba con la cabeza como colgada de las pocas nubes que regalaba esa tarde soleada y cálida de primavera. Encontré más ejemplares de ésta especie mimosifolia de los que creí que podía llegar a encontrar, así fue que salté sistemáticamente desde el cuatro al ocho sin darme cuenta ya de la cantidad que recorría, sentía que era un pájaro urbano más que volaba de una rama a otra y contemplaba el tiempo correr sentado en cada confortable rama que localizaba. Cuando me dirigía hacia el próximo ejemplar comencé a sentirme extraño, a preguntarme el por qué de tal estado de anonadamiento, percibía los ojos de la gente que me miraban de reojo extrañadas por la unidireccional posición de mis ojos de cara al cielo; pero en ese paso lento y sin rumbo hacia adelante hallé el árbol nueve junto a mis narices. Ya en el noveno nivel del juego decidí quedarme un rato parado debajo del mismo para observarlo detalladamente, quería saber qué tenía ese árbol para ser capaz de abstraerme a un lugar tan lejano de la realidad. Había algo de su indefinida arboridad que me generaba un goce difícil de descifrar, una mezcla pasmosa entre árbol y arbusto, entre verdes y violeta, entre él y yo. No sé si encontré una respuesta en aquella alquimia, quizá vi las caras de mi soledad acompañada en los folíolos pinnatisectos de las hojas que nacían desde sus brazos, y daban una belleza indescriptible a la tarde; quizá imaginaba estar en otro tiempo y en otro espacio que hacía evocar un sentimiento de enamoramiento hacia el ser inmóvil que tenía en frente. Qué dichoso es noviembre reflexioné, llegar  un día despistado en la agonía de un año que se termina y encontrarse recibido de ésta manera por estos cuasi arbustos florecidos en todas partes. Y ahora no sólo era yo el amartelado, sino también noviembre y la misma esencia del árbol se había eclipsado con las penetrantes miradas. Hasta la insensata sombra que dibujaba en el suelo seducían, y ni qué hablar cuando pasó una brisa ventosa que hizo que comenzara a caer una lluvia de flores azul violáceas desde su cuerpo. Pensé que la inmensidad del cielo se había caído al mirar el suelo pintado con el amontonamiento de las hojas maduras. Continué el camino hacia el árbol número diez y sin darme cuenta me encontraba a media cuadra de mi casa. Parecía que estaba a punto de encontrar la salida del laberinto al que había entrado sin buscarlo, sólo faltaba algo de ese árbol para finalizar el somnífero juego. Restaba por entender cuál sería la llave  que me permitiría abrir la puerta de salida o de llegada al destino que hace un rato había olvidado. Me quedé un momento ensimismado tratando de explicar ese acotado vacío por llenar y al recordar todo el trayecto recorrido me di cuenta que había una última categoría todavía inconclusa para conocer al jacarandá en su totalidad; ya había entablado relación con sus ramas, con su copa, con sus flores, y algo de sus raíces, pero faltaba conocer el significado de su fruto. Ese mismo fruto que cuelga desde las extremidades del mismo y le confieren un encantador exotismo. Ese particular fruto que se presenta como una conchita de mar terrestre, una cápsula plana y leñosa de unos cinco o siete centímetros, capaz de guardar en su interior el comienzo de su propia especie. Ese áspero fruto que acaba de caer sobre mi cabeza mientras estoy mirándolo. Este artesanal fruto que tengo en mis manos para ser guardado adentro de mi bolsillo y  permitirme abrir la puerta de salida. Y ya fuera del laberinto seguro me acompañará a casa y luego será plantado,  con la esperanza  que dentro de un tiempo no muy lejano un jacarandá crecerá en un  rinconcito de mi pequeño jardín, y un día me abstraerá de la rutina nuevamente y me invitará a recorrer su laberinto en un atardecer de noviembre.


T!nCh0
Fotos: Rodrigo Arias

    10/11/2013