Una noche de enero dormitaba tranquilo el joven viajante en
el interior de su carpa, disfrutando de aquellas merecidas vacaciones, que
había decidido pasar esta vez un pueblito ubicado en las inmediaciones de la
Quebrada de Humahuaca, en la provincia de Jujuy del Noroeste argentino. Aquel
pueblo decía llamarse Purmamarca, cuyo topónimo proviene de la lengua aymara,
que etimológicamente purma significa
desierto y marca ciudad, por lo que
aquellas comunidades lo suelen conocer más bien como la ciudad del desierto. Un
desierto puneño que a esas latitudes de Los Andes adquiere fisonomías
sorprendentes, difícil de imaginar, con cardones brotando desde cualquier
rincón de montañas multicolores y pueblos enteros que aún conservan las
prácticas culturales heredadas de sus ancestros.
El
muchacho había llegado ese mismo día por
la mañana al pueblo, había recorrido junto a su compañía de viaje y a las
amistades pasajeras que fue encontrando en el camino, los recovecos de aquella
pequeña ciudad colmada de gente por esas fechas del año; había salido a dar un
paseo rodeando el cerro más cercano a las casas que aparece como dibujado en el
horizonte y al cual el turista que llega desea conocer por su paso por la
Quebrada; había esquivado acceder a la foto aburrida que todos aspiran de
aquella colina, prefiriendo reconocer esos pliegues con su tacto, convertir en
parte de sus ojos cada color que el sol iluminaba en las majestuosas; se había
sentido extasiado por el atardecer purmamarqueño, logrando establecer una
extraña conexión con la energía de aquel lugar.
Luego
de la caminata había cenado junto a sus pares una creativa comida vegetariana
de campamento, compartido algún que otro ritual y a eso de las veintitrés horas
decidió terminar su día yéndose a dormitar con la panza y el alma contenta. El
cansancio que denotaba su cuerpo luego de una activa jornada no tardó en
imponer su peso, al cabo de unos escasos minutos logró conectar el plácido
sueño. El yacer venía tranquilo, no parecía mostrar alguna anomalía que
interfiera la cotidianidad de una noche de descanso. Pero la armonía pareció
romperse a la segunda hora de pernoctar dentro de su bolsa de dormir cuando en
su sueño irrumpió el arder descontrolado de aquellos siete colores, o quizás
más, que lo habían maravillado por la tarde. El calor de los mismos comenzó a
hervirle la piel, sintió como si su alma se incendiaba y el fuego multicolor
transitaba desde el centro del cerebro hacia la punta de su lengua, sus manos
se convertían en llamaradas color anaranjado entremezclado con blanco y desde
su ombligo se esgrimía un centello de gamas marrones y morados. La temperatura
de su cuerpo había adquirido un nivel tan alto como la altura sobre el nivel
del mar en la que se encontraba, y en el
instante en que comenzaron a bajar desde
su frente gotitas de transpiración, el joven abandonó exaltado el sueño
y se despertó sediento de respuestas. Abrió la carpa, accedió al exterior entre
dormido, miró a su alrededor y encontró a las demás personas durmiendo, levantó
su vista hacia el cielo y de ahí en más decidió seguir caminando hacia el
suroeste, persiguiendo simplemente el brillar de las estrellas, dejó atrás el
camping, atravesó la todavía ciudad despierta entre peñas y jóvenes girando por
la noche; pero él parecía encontrarse en ese mismo lugar sin nadie alrededor,
con el insomnio incendiándole el inconsciente. Encontró el camino que había
emprendido más temprano, bordeó otra vez el cerro y trató de alejarse lo más
posible del ruido y las luces de la ciudad; caminó un buen rato hasta ubicarse
en un lugar completamente desolado de personas, para verse sólo él y la
inmensidad de los cerros que a esa hora de la noche se encontraban iluminados
por una luna llena que comenzaba a dejar de serlo. Se sintió diminuto por
aquella infinidad, el frío de la noche no parecía apaciguar el calor que
ahondaba su cuerpo, aún estando vestido con un simple pijama de verano. El
éxtasis de la tarde se había vuelto a manifestar, pero esta vez estaba sólo de
cara al mundo de colores.
Se
acostó tendido en el suelo pedregoso mirando hacia el oscuro cielo, intentando
espiar el cercano movimiento de las nubes, y repentinamente una ráfaga ventosa
de gran velocidad corrió con dirección norte-sur, levantando una nebulosa de
tierra que dificultó la visibilidad por un rato. Cuando el ventarrón entró en
calma y el cielo se limpió recuperando su pasividad, ruidos raros comenzaron a
rugir desde distintos puntos del cerro, se oían pasos ensordecedores que
despertaron sus ángeles del temor, y de un momento a otro aquellos pasos se
convirtieron en niños que bajaban la colina en su dirección. Al principio el
miedo le erizó la piel y sintió unas ganas descomunales de salir corriendo por
el camino que había llegado, pero había algo en su interior que le decía que
debía mantenerse tranquilo, que lo que había ido a buscar lo estaba
encontrando. En el breve trayecto en que aquellos extraños críos se dirigieron
hacia él, es decir unas milésimas de segundos, percibió que el calor del sueño
ardía más que nunca. Al instante logró ver cara a cara y muy cercanos a él a
esos niños hijos de la montaña, halló en ellos rasgos indígenas con el sol
barnizado como un trigo en su piel y ojitos de lunas de carnaval; pronto pudo
darse cuenta que ningún daño le harían, los reconoció contentos con ganas de
celebrar dicho encuentro y predispuestos a ayudarlo a esclarecer esa enigmática
energía que lo había llevado hasta allí.
-¿Quiénes son
ustedes?- preguntó el pibe con voz temblorosa, y ellos que eran exactamente
siete chiquilines y chiquilinas dejaron que hable el mayor de unos cinco años
de edad, quien se presentó diciendo:
–Me llamo Alwa, que quiere decir amanecer en
la lengua aymara, todos ellos son mis amigos. Somos los niños que dimos los
colores a estos cerros, somos los protagonistas de la leyenda que todos los
habitantes de este pueblo recuerdan y conmemoran una vez al año la obra de
nuestro trabajo, que le otorgó el brillo majestuoso, somos los artistas de los
siete colores.
El joven viajero había pasado de un sentimiento de miedo a
un grado de curiosidad extrema por conocer los detalles de tal obra de arte.-¿Y cómo fue que lograron tal perfección?- preguntó
exaltado.
-Sucedió que cuando
llegamos con nuestras familias a habitar esta ciudad del desierto, los cerros
se encontraban bajitos y pálidos, mostraban la apariencia de un montículo
aburrido. Por lo que una noche decidimos juntarnos escapándonos de nuestros padres y vinimos para
estos lados a darle un poco de color a los cerros. Pero aquí hay algo en la
leyenda que se cuenta mal.- el joven los miraba anonadado
– ¿O sea que la
historia es cierta pero el cómo se logró esto difiere de la leyenda?
-¡Exactamente! Nuestra intención no era subir a pintar con pinceles su
apariencia como algunas versiones románticas andan diciendo, en realidad unos
días previos a aquel acontecimiento nos veníamos juntando en la casa de Harawi,
que es aquel niño que anda recogiendo piedritas. ¡Saluda Harawi!- le gritó
mientras el otro niño respondió con un amigable saludo. –teníamos la intención de hacer un gran bizcochuelo para nuestros
padres con los ingredientes que consiguiésemos. Éramos siete niños y cada uno
debía elegir un ingrediente para condimentar el súper postre, acordamos que
debían ser componentes con distintos colores para que cuando se despertasen
nuestros padres y nuestro trabajo esté terminado, queden fascinados por lo que
verían delante de sus ojos. Nos repartimos los siete ingredientes y estuvimos
durante una semana entera recaudando lo necesario, trayendo para estos espacios
los materiales que íbamos consiguiendo. Así un lunes por la madrugada, más o
menos a ésta hora también de una noche de verano, comenzamos nuestra obra
maestra, y ya que el trabajo era demasiado arduo decidimos dividir en siete
días de labores nocturnos sostenidos para preparar el gran bizcochuelo, un día
para cada ingrediente elegido.
- ¡Genial! ¿Y quién fue el dichoso o la
dichosa de dar el punta pie inicial?
-Ankalli era el encargado del chocolate y se
propuso como primer voluntario, así que entre todos comenzamos a mezclar toda
la harina conseguida con un poco de agua, una gran cantidad de huevos,
cucharadas de azúcar y aceite. Las revolvimos con un cardón gigantesco que se
encontraba seco hacía ya un tiempo en el suelo y había perdido las espinas, lo que nos permitió
sujetarlo entre todos y mover el contenido que depositamos en el suelo.
Paleábamos con nuestras manos desde los costados para que no se nos esparza
mucho el fluido, y a medida que la masa se hacía más compacta e iba tomando un color
crema, le fuimos agregando el chocolate elegido por Ankalli y entre tanto hacer
girar el cucharón cactus, la masa adquirió un color marrón oscuro salpicado que
advertía un marmolado semi listo. Lo dejamos reposar un rato, la levadura
iniciaba su efecto y antes de que se endurezca demasiado, empezamos a lanzar
con nuestras manos la deliciosa mezcla hacia las laderas de las pálidas
montañas. Fue un trabajo muy afanoso y cansador, la noche había avanzado y
debíamos terminar de enlucir todos estos cerros antes de que se hiciera de día
y el sol solidificara por completo la masa. Por suerte Alt fue el más listo y
creó un lanzador con piedras y unas ramas que las hizo tirantes como cintas que
nos permitieron facilitar mucho el trabajo. Alrededor de las seis de la mañana
ya habíamos terminado con la primera etapa antes de que el amanecer cayera
sobre nosotros. El cerro había cambiado su apariencia, el marrón oscuro
rejuvenecía su quietud, y un fuerte olor a chocolate invadió el pueblo.
Regresamos a casa con el anhelo de volver a salir la próxima madrugad, otra vez
a escondidas de nuestros padres.
- Pero tengo una duda, ¿cómo hicieron que
sus padres no se percaten de lo hecho si los colores se ven fácilmente en el
horizonte?
- Ahí está el punto amigo, la harina que
utilizamos tenía una levadura especial que pudimos educarla para que se vaya
elevando muy lentamente y que recién al séptimo día habría logrado crecer a tal
magnitud que cubriera la colina. Y durante la mañana y la tarde de toda esa
semana además de descansar, debíamos
procurar que nuestros padres no se asomen por este camino. Al principio fue una
tarea complicada pero luego logramos que estén durante gran parte de la jornada
muy distraídos con las labores cotidianas, sobre todo tratando de calmar a las
llamas y alpacas que parecían haberse dado cuenta de que algo raro ocurría y
muy alteradas andaban. Así fue que durante siete días debimos llevar a cabo ese
artesanal y minucioso trabajo de distracción, y sobre todo confiando en la
lentitud de la levadura educad por nosotros mismos.
-Perdón por tantas preguntas, pero el
segundo día ¿qué eligieron?
-Calma compadre, no seas ansioso, deja esos
males para la ciudad. Cuando el día martes estaba llegando a su fin, la noche
cayó y se adentró la luna llena, huimos nuevamente hacia el cerro para comenzar
con el día dos de trabajo. Decidimos en
una mini asamblea que era el turno del dulce de leche, buscamos los
ingredientes que había recogido meticulosamente la niña Quillqa (del aymara
designada, marcada por los dioses), seguimos la receta que tomó prestada (sin
permiso) de su abuela, comenzamos a verter la abundante leche de cabra sobre
una gigantesca cazuela de barro, y le agregamos la cantidad de azúcar que
creímos necesaria, mientras la leña que fueron trayendo los demás niños
comenzaba a arder debajo de la cazuela, y así permitir diluir de forma eficaz
el azúcar en la leche. Luego con la delicadeza y la sabiduría adquirida de su
mismísima abuela, fue agregando bicarbonato y vainilla, dando comienzo a la
ceremonia de revolver colectivamente la mezcla durante un buen rato, para
posterior dejarla cocer al fuego durante dos horas, removiendo el contenido de
vez en cuando. A eso de las cuatro de la mañana el dulce de leche casero estaba
consumado con un espesor exquisito, listo para agregarlo al marmolado que
reposaba intacto y un poco más crecido desde la noche anterior. Esa noche cada
uno se encargó de llevar una pala para que el trabajo de enlucido se nos
hiciera más rápido, por lo que al cabo de un par de horas el cerro ya había
adquirido un nuevo color. Ésta vez era un marrón claro que se adosaba al marrón
oscuro del chocolate, y a medida que se estampaba el dulce de leche contra la
corteza de la colina, descendía como pausado el espeso fluido siguiendo su
propia inercia y en el metafórico movimiento se dibujaban cárcavas con formas
extrañas, que al endurecerse luego daban la apariencia de almas solidificadas
que se quedaron atrapadas en la sustancia del dulce de leche. Quedamos todos
maravillados de lo que veíamos y queríamos quedarnos a disfrutar de ese
inigualable momento, pero la madrugaba se aproximaba y antes de las seis de la
mañana huimos para nuestras casas.
-Con razón cuando ésta tarde sentí como si
alguien me miraba desde aquellas figuras, se lo comenté a mis amigos pero
creyeron que estaba loco. Nos fuimos luego, pero nunca pude desprenderme de
aquella sensación.- argumentó satisfecho el joven.
-Pues claro, sí tú te acercas ahora a esos
colores claros y buscas con mayor profundidad, encontrarás las marcas de
nuestras manos entre las coloridas rocas.
-¡Maravilloso!
-Bueno intentaré contar un poco más rápido
la historia, recién terminamos el tercer día narrado y mira la hora que es. No
vaya a ser que caiga alguien y nos encuentre, eso no puede suceder, sólo tú
fuiste el elegido para conocer la verdad de ésta historia.
-No hay tiempo que perder prosigamos con la
historia, no me quiero quedar con las ganas de conocer el final.- sostuvo
orgulloso.
-El tercer día nos convocó a la misma hora,
era el momento de decorar con los ingredientes que yo elegí. Quería pintar de
rojo el bizcochuelo, mi color favorito es el rojo, quizá debe ser por la
apasionado que soy. Así que me vine un rato antes sólo para estas alturas,
quería quitarle trabajo a mis amigos ya que algunos ya estaban bastante
cansado, y me puse a triturar con anticipación unas frutillas que obtuve de un
intercambio con amiguitos provenientes del sur, era éste el primer paso para
lograr la crema que había ideado. Cuando el resto llegó, ya estaban todas las
frutillas trituradas y reposando en la gran cazuela, sólo restaba encender el
fuego para cocinarlas unos minutos, y un grupo que se encargue de preparar la
gelatina sin sabor con el jugo de naranjas que también había exprimido yo.
Cuando sacamos del fuego a las frutillas, las mezclamos con la gelatina que ya
estaba lista, comenzamos al revolver con gran empeño hasta lograr un color rojo
intenso y con los catorce bracitos de los presentes, logramos terminar la
mezcolanza al cabo de una hora. La dejamos reposando unos minutos en el fuego y
luego la hicimos enfriarse con el fresco viento de la madrugada hasta que
comenzó a espesarse, la crema de frutilla ya estaba lista y con el último
esfuerzo de la noche comenzamos a lanzar el contenido a la montaña, debimos recurrir
nuevamente al lanza cremas muy efectivo de Alt. A eso de las cuatro de la
mañana la montaña se encontraba salpicada con un rojo de olores dulzones y una
apariencia muy seductora, que se entremezclaba con las distintas tonalidades de
marrón de las noches anteriores.
El día cuatro quisimos seguir con la gama
rojiza y ésta vez el niño ingenioso Alt había preparado una combinación de
frutos del bosque, también adquiridos desde el sur en aquel intercambio, que
para lograr la crema que deseaba debíamos seguir los pasos muy parecidos a los
del día anterior. El trabajo más costoso estaba en triturar uno a uno los
arándanos, las frambuesas, las cerezas, la guinda y la mora andina, para
cocinarlos luego en la cazuela y dejarlos preparados para ser mezclados con la
gelatina que el otro grupo preparó. Cuando comenzamos a revolver con el
cucharón cactus, la mezcla fue adquiriendo un color morado como las papas que
se cultivaban en la tierra. Empezó nuevamente la ceremonia de arrojar a la colina
lo preparado, ésta vez habíamos conseguido pequeñas vasijas de barro para cada
uno y jugamos a quien llegaba más lejos con su fuerza. Así fue que a la cuarta
noche sumamos el morado al cuerpo de ese bizcochuelo, que parecía estar tomando
forma ya que la masa ya había iniciado su proceso de crecimiento; aún restaban
tres días para lograr lo cometido.
-¿Qué tamaño tenía ya el cerro para ese
entonces?
-Más o menos ya era un cuarto de lo que es
hoy, por lo que todavía las demás montañas del lugar tapaban la visión hacia el
pueblo. Entonces llegó el quinto día, o mejor dicho la quinta noche, y nuestro
amigo Champiwillka quiso hacerle honor a su nombre (que significa rayo de sol)
quiso pintar con abundancia de amarillo el gran postre, decía que le faltaba un
poco de brillo. Había buscado una gran cantidad de yemas de huevos para
barnizar el postre y también había conseguido duraznos provenientes de Mendoza
que nos pusimos a rebanarlos para tenderlos en la montaña. Así este día sí
usamos pinceles para barnizarlo, y sucedió que a cuatro de nosotros se nos
volcó el contenido de las pequeñas vasijas mientras pintábamos colgados en la
montaña y se nos fue un poco la mano con el color amarillento. Luego al
agregarle los pedacitos de duraznos rebanados, la mezcla se hizo interesante,
al término de esa noche el cerro obtuvo una apariencia muy colorida y lleno de
vida con gamas amarillas y anaranjadas sonrientes. Las ganas de comer ese gran
bizcochuelo eran cada vez mayores, pero no nos dejamos guiar por la tentación.
-Mm..creo que de todos los colores elegidos,
éste por más que fue mas por accidente que por conciencia, es sin dudas el que
más me gusta hasta ahora.
Sonrió el niño
y prosiguió con la historia. –El sexto y
penúltimo día fue el turno del niño poeta
Arwata que eligió condimentar el
gran postre con vegetales verdes. Recogió todos los restos de frutos secos
nativos de la Quebrada, que conocía por tradición familiar, los vertió en la
gran cazuela que contenía agua y preparamos todos juntos un gran té medicinal.
Mientras el aroma del vapor se iba dispersando por los aires y la clorofila
restante de los frutos hacían de las suyas, el poeta Arwata comenzó a recitar
hermosos versos de agradecimiento por la miel de algarroba que en ese mismo
momento estábamos vertiendo en la cazuela que ya tenía poco agua. Revolvimos
con todas nuestras fuerzas, fue costoso por lo espesa que era aquella miel, y
recurrimos al lanza crema de Alt,
logrando que antes del amanecer el cerro creciente ya hubiera sumado el sexto color,
esta vez un verdor fuerte que no es tan abundante comparado con el resto, pero
que se puede ver su brillo intenso en cada atardecer.
-¿Y cómo fue para ustedes el último día de
trabajo?
-Cuando llegó el domingo nos reunimos
temprano a la comunión del último día de trabajo, Harawi tuvo la dicha de idear
el retoque final, creía que a ese delicioso postre con tantos gustos bien
combinados le haría falta un poco de merengue que revista el contorno de la
masa multicolor. Así que era el momento de usar los ingredientes que él había
recopilado, comenzamos a romper el centenar de huevos disponibles, quitamos de
su interior las claras y los vertimos en la gran cazuela, las mezclamos con las
porciones de azúcar y sal necesarias que establecía la receta para la cantidad
que queríamos hacer. El batido posterior fue tan energético que parecía que
dejábamos el alma en este último ingrediente, y cuando logramos obtener la
crema ideal luego de una hora de preparamiento, la algarabía del trabajo casi
terminado nos incitó a jugar alocados por todo el valle, arrojándonos merengue
unos a otros, haciendo valer nuestra inocencia de niños. Fue tal el descontrol
que cuando quisimos arrojar lo que correspondía al bizcochuelo, nos dimos
cuenta que era muy poco lo que quedaba la mayoría estaba en nuestras caras,
aunque lo arrojamos igual dispersándolo por todo el cerro, sobre todo en las
partes bajas. Por eso hoy el color blanco se puede ver de manera muy
intermitente en la colina.
-¿Qué sintieron en el momento de haber
terminado esta maravillosa obra?
-Fue una sensación increíble, eso que
todavía no te cuento quizás el momento más mágico. Sucedió que tal como la
habíamos educado, la levadura en la harina comenzó a leudar muy rápidamente
(aunque ya había leudado bastante) cuando terminamos de arrojar el merengue, al
punto de alcanzar las dimensiones que hoy conocemos, y en ese ascender los
colores entremezclados permanecieron adosados muy fuertemente a la montaña. Sólo
la lluvia que cayó en ese preciso instante permitió que se diluyan un poco los
colores y que las capas no queden tan uniformemente dispuestas. Cuando terminó
el movimiento eran pasadas las seis de la mañana y el sol del amanecer ya daba
sus primeros indicios, con el primer rayito que impacto en nuestros ojos no
hicimos más que mirar el cerro, y ahí nos dimos cuenta que habíamos pintado un
cuadro majestuoso e inigualable; pero entramos en razón que sería muy difícil
que nuestros padres puedan comerlo. Pensamos que el marmolado y los demás
ingredientes ya deberían estar incomibles, así que nos contentamos que cuando
nuestros padres despierten mañana se contenten con ver el bizcochuelo de siete
colores en el horizonte y que se recuerden de nosotros. Quizás no lo puedan
comer, pero será una fuente de alimento para el pueblo purmamarqueño en el
mañana, o sea hoy.
Los niños lo rodearon al joven
en un círculo, se le acercaron a paso simultáneo y lo abrazaron con cariño,
manchando los siete colores en el pijama del joven. De pronto aquel viento
fuerte volvió a invadir la noche y levantar una inmensa polvareda que le impidió
abrir los ojos. Cuando se disipó, ya no había nadie alrededor, ya no se oía la
voz de Alwa y sus amigos, ya no ardía
el fuego en su pecho. Pero sí se sintió sofocado por el calor que imprimía el
sol de la mañana que daba contra el techo de su carpa, y había elevado unos
veinte grados la temperatura del ambiente asfixiante del interior, obligándolo a despertarse del profundo y
largo sueño que lo acompañó la noche entera. Abrió el cierre y salió
desesperado de su carpa viajera en búsqueda de aire fresco, inspiró aliviado la
brisa mañanera puneña, sintió el olor a bizcochuelo que estaba cocinando hacía
rato ya una pareja vecina que acampaba, halló extrañas manchas de colores en su
pijama, levantó su vista hacia el suroeste y encontró aquel cerro con sus siete
colores intactos; imágenes se entrecruzaron como fotografías en su mente, y
recordó de forma progresiva los detalles de aquel sueño, ya sin calor y con una
gran sonrisa.
30/01/2014
Fotos: Claudia Serrano