Geografía en la calle

Geografía en la calle
"Porque allí van las personas del sueño a la poesía" Silvio Rodriguez

domingo, 10 de noviembre de 2013

El laberinto del jacarandá









Comencé a caminar tranquilo como todo aquel que camina por las calles de su barrio y siente un rugir de familiaridad, de cotidianidad en su pecho, así como quien cree estar ejerciendo su territorialidad barrial. Pero quise escapar a la mirada repetida y consuetudinaria en la que solemos caer cuando transitamos con frecuencia un determinado espacio. Decidí gambetear a esa malacostumbrada  percepción, esa que de tanto dejar que las mismas imágenes  ingresen  por los sensores de la retina, las terminamos asimilamos y las comenzamos a percibir como redundantes, paso previo a que  los síntomas del aburrimiento se apropien de nosotros, sin permitir que se filtre un 
tímido resplandor que autorice hallar algo nuevo en estas formas que se presentan enfrente nuestro día a día. Así fue que opté por seguir los consejos de mi padre de no andar caminando con la cabeza agacha y la postura encorvada, enderecé mi torso y levanté la mirada tratando de encontrar algo entre las hileras de estos árboles que embellecen la ciudad, pero con el respeto necesario que merecen las acequias  mendocinas para no terminar encontrándose uno mismo en el  interior de sus panditas profundidades, con la cabeza rota por culpa de un paso poco afortunado. Todavía no sé si fue un guiño del camino o el mismísimo significado de aquel consejo, pero en el preciso momento en el que me  crucé con una inverosímil figura arborescente de unos veinte metros de alto y con numerosas ramificaciones que con su delgadez se abrían como buscando cantos deambulando por los aires, me  quedé encerrado en un laberinto de jacarandás.  Y ya no recordé el sentido de mi viaje, no sabía si iba al supermercado chino de a la vuelta de mi casa a comprar el paquete de yerba necesario para el también cotidiano matecito merendero, o si en verdad me dirigía hacia donde el azar del gualanday me quería llevar. Me sentí abstraído en otra realidad, la otredad de este ser  tan inmóvil que me observaba con su copa poco densa y su semejanza a un cono invertido me atrapó sin tener  derecho a réplicas. Creí ser parte de esa corteza astringente distrayendo a algún transeúnte idealista con la mirada flechada, me vi haciendo malabares con las hojas, tratando de conquistarlo con el suave aroma primaveral que emergía desde lo profundo del ser. Ese cruce de miradas entre yo y esta especie caducifolia fue como un flechazo al inconsciente, y de ahí en más entendí que era el punto de partida de un juego en el que no existían reglas, sólo debía seguir las señales coloridas de los jacarandás dispuestos alternadamente con moreras híbridas a lo largo de las veredas de San José.  Me dirigí hacia el norte buscando toparme con otro con semejantes características, así fue que a media cuadra del árbol número uno descubrí el número dos con un porte mucho más pequeño que aquél y posado en una tranquila esquina. Del dos pasé al tres que asomaba su cabeza tímidamente desde el interior de una casa y quise invadir esa propiedad privada por el sólo hecho de abrazarlo, pero me di cuenta que a unos pocos pasos hacia el norte me esperaba al joven cuatro, por lo que deserté de mi acto de rebeldía y seguí las riendas hacia el próximo nivel. Andaba con la cabeza como colgada de las pocas nubes que regalaba esa tarde soleada y cálida de primavera. Encontré más ejemplares de ésta especie mimosifolia de los que creí que podía llegar a encontrar, así fue que salté sistemáticamente desde el cuatro al ocho sin darme cuenta ya de la cantidad que recorría, sentía que era un pájaro urbano más que volaba de una rama a otra y contemplaba el tiempo correr sentado en cada confortable rama que localizaba. Cuando me dirigía hacia el próximo ejemplar comencé a sentirme extraño, a preguntarme el por qué de tal estado de anonadamiento, percibía los ojos de la gente que me miraban de reojo extrañadas por la unidireccional posición de mis ojos de cara al cielo; pero en ese paso lento y sin rumbo hacia adelante hallé el árbol nueve junto a mis narices. Ya en el noveno nivel del juego decidí quedarme un rato parado debajo del mismo para observarlo detalladamente, quería saber qué tenía ese árbol para ser capaz de abstraerme a un lugar tan lejano de la realidad. Había algo de su indefinida arboridad que me generaba un goce difícil de descifrar, una mezcla pasmosa entre árbol y arbusto, entre verdes y violeta, entre él y yo. No sé si encontré una respuesta en aquella alquimia, quizá vi las caras de mi soledad acompañada en los folíolos pinnatisectos de las hojas que nacían desde sus brazos, y daban una belleza indescriptible a la tarde; quizá imaginaba estar en otro tiempo y en otro espacio que hacía evocar un sentimiento de enamoramiento hacia el ser inmóvil que tenía en frente. Qué dichoso es noviembre reflexioné, llegar  un día despistado en la agonía de un año que se termina y encontrarse recibido de ésta manera por estos cuasi arbustos florecidos en todas partes. Y ahora no sólo era yo el amartelado, sino también noviembre y la misma esencia del árbol se había eclipsado con las penetrantes miradas. Hasta la insensata sombra que dibujaba en el suelo seducían, y ni qué hablar cuando pasó una brisa ventosa que hizo que comenzara a caer una lluvia de flores azul violáceas desde su cuerpo. Pensé que la inmensidad del cielo se había caído al mirar el suelo pintado con el amontonamiento de las hojas maduras. Continué el camino hacia el árbol número diez y sin darme cuenta me encontraba a media cuadra de mi casa. Parecía que estaba a punto de encontrar la salida del laberinto al que había entrado sin buscarlo, sólo faltaba algo de ese árbol para finalizar el somnífero juego. Restaba por entender cuál sería la llave  que me permitiría abrir la puerta de salida o de llegada al destino que hace un rato había olvidado. Me quedé un momento ensimismado tratando de explicar ese acotado vacío por llenar y al recordar todo el trayecto recorrido me di cuenta que había una última categoría todavía inconclusa para conocer al jacarandá en su totalidad; ya había entablado relación con sus ramas, con su copa, con sus flores, y algo de sus raíces, pero faltaba conocer el significado de su fruto. Ese mismo fruto que cuelga desde las extremidades del mismo y le confieren un encantador exotismo. Ese particular fruto que se presenta como una conchita de mar terrestre, una cápsula plana y leñosa de unos cinco o siete centímetros, capaz de guardar en su interior el comienzo de su propia especie. Ese áspero fruto que acaba de caer sobre mi cabeza mientras estoy mirándolo. Este artesanal fruto que tengo en mis manos para ser guardado adentro de mi bolsillo y  permitirme abrir la puerta de salida. Y ya fuera del laberinto seguro me acompañará a casa y luego será plantado,  con la esperanza  que dentro de un tiempo no muy lejano un jacarandá crecerá en un  rinconcito de mi pequeño jardín, y un día me abstraerá de la rutina nuevamente y me invitará a recorrer su laberinto en un atardecer de noviembre.


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Fotos: Rodrigo Arias

    10/11/2013


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