Terminé por convencerme que en
este juego de azares en el que andamos no soy el único responsable de andar perdiendo
objetos valiosos, ni tampoco el pueril
causante del extravío de personas incandescentes en las referencias de mis
mapas. Al leer ese reglamento sin reglas entendí que si se me traspapelan de
los días diagnosticados de la agenda; no
es por puro distraído, no es que no sepa resaltar los fechas/las cosas/
las personas importantes, no es porque me desagrade la planificación minuciosa
de los actos, aunque realmente sí lo sea.
Al observar el tablero interpreté que si los
amigos, los documentos, las corazonadas se quedan olvidadas en los asientos
desconocidos de algún ómnibus; o en el verde césped de algún parque a la hora
justa en que se termina el agua del termo; o a la orilla de una cama donde uno
hace todo lo que tiene que hacer cuando las sábanas son claras y el colchón es
un poco confortable; no es porque le reste importancia que merece, tampoco
porque no los sepa amarrar.
Al lanzar los dados comprendí que
si a veces se apagan las luces de los faros que alumbran la calle en el
instante preciso en el que camino solitario de noche; o se rompe la impresora
justo cuando no cabe pretexto alguno que aplaque el enfado de no cumplir con la
tarea; o al sacarme los anteojos no pueda reconocer en el otro la misma
claridad que creía ver cuando el cristal enfocaba; no es que no sepa observar
con atención el itinerario.
Al mover las piezas dilucidé que si no estuve
en la puerta de entrada de la casa para fotografiar con mis párpados al colibrí
que se acercó a besar las flores del árbol; que si no pude anticiparme a la
caída inminente de las paredes del yenga construidas con absoluta paciencia;
que si me di cuenta tarde de que los billetes se habían desprendido de mis bolsillos
mientras pedaleaba acelerado; no es porque no sepa controlar mis actos de puro
navío desorientado.
Al avanzar en nuevos casilleros
asimilé que si pierdo por goleada los partidos del amor; que si no recuerdo las
páginas precisas donde se encuentran los versos de un libro que me hizo
estremecer; que si volví a sentir junto a mí
a esa persona/objeto/sentimiento cuando olí en el aire una fragancia a
primavera de otros tiempos; que si al despertarme un día la devoción por esa
verdad que defendí con cuerpo y alma no es la misma que cuando salía a quemarme
la barba; no es porque no sepa conservar los deseos estridentes a través de los
años.
Al
mirar hacia atrás en este camino de azares recorrido concluí que en realidad los objetos valiosos,
las personas incandescentes, los días de las agendas, los amigos, los
documentos, las corazonadas, los asientos de los ómnibus, los termos vacíos,
las camas usadas, los faros apagados en las noches solitarias, las impresoras
rotas, los lentes desenfocados, los parpadeos en las alas del colibrí, las
pacientes paredes del yenga, los billetes desprendidos, los arcos abatidos en
picaditos contra el amor, los poemas voladores, las fragancias imborrables, la
devoción en la barba son quienes al fin y al cabo deciden tomarse un respiro,
unas vacaciones de mí. Para no aburguesarse, para no perder el brillo, para no
opacar su grandeza, y quedar en el recuerdo ardiente y sin alma. Porque son
libres, tan libres que no se pueden amarrar ni en botellas de encapsular el
tiempo. Y en ese goce de la libertad embisten sus seños hacia otros confines
que los hospede, que los disfrute, los aprenda a descifrar en el aire. Y ojalá
esos nuevos confines no les concedan cadenas aprisionadoras que les coarten su
albedrío y les impida migrar nuevamente. Quizás al renovar el viaje nos
reencontremos volando a la par con otras formas, en otros espacios, en otros
tiempos; cuando por fin se cansen de estar cansados de mí y la necesidad de ese
crucial respiro caduque, como también caducan las mejores cosas.
T!nCh0
15/11/2015
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